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josé antonio bravo, en su casa | foto: pável ugaz (correo)

Pepe Bravo, maestro y amigo

A manera de homenaje al reconocido escritor que nos dejara el 8 de setiembre a los 79 años 

Publicado: 2016-09-20

Escribe CARLOS M. SOTOMAYOR

No había escrito aún ni una sola línea. Y, sin embargo, ya se consideraba un escritor. Al menos así se lo dijo a una bella joven universitaria –estudiante de psicología– que conoció en una fiesta, cuando ésta le preguntó a qué se dedicaba. “Soy escritor”, respondió para impresionarla y no confesarle que él aún cursaba el quinto de secundaria. Y qué has escrito, repreguntó, entre incrédula e interesada. “Cuatro novelas”, soltó, casi por inercia, como para salir del paso. Y de qué tratan, insistió ella.

     José Antonio Bravo era, por ese entonces, muy joven. Y muy flaco, lo que resaltaba aún más su figura alargada, expansiva como su osadía pero también como su imaginación. Pepe no podía quedarse callado y delatar su pequeña mentira. Así, obligado por la circunstancia y la posibilidad latente de romance, urdió la trama no de una, sino de las cuatro novelas. Novelas que, efectivamente, escribiría tiempo después.

     Pepe era un entrañable conversador, un magnífico contador de anécdotas (1). Yo disfrutaba mucho escucharlo, en las prolongadísimas charlas que sosteníamos en su acogedora casita de Surco, aquella de las paredes colmadas de cuadros, muchos de ellos pintados por él mismo –algunas eran reproducciones de sus artistas predilectos, como Klimt, por ejemplo–. Y entre las muchas anécdotas compartidas, mi favorita era aquella del origen de sus novelas de ficción, protagonizadas por su alter ego Miguel. Cada cierto tiempo le pedía que me la contase nuevamente (2).

     Conocí personalmente a Pepe en el año 1998, en algún mes que mi despistada memoria ha extraviado. Aunque, claro, había sabido de él algunos años antes cuando al terminar la secundaria me había propuesto ser escritor. Y en una feria del libro había encontrado un libro suyo llamado Técnicas narrativas. Poco tiempo después me conseguí Un hotel para el otoño, la primera novela de ficción que leí de su autoría. Me gustó tanto que inicié una pesquisa para dar con las otras tres novelas que conforman el cuarteto: La noches hundidas, Barrio de broncas y A la hora del tiempo.

     Por aquella época, aún siendo estudiante universitario, firmaba ya una columna de opinión, en la que escribía sobre literatura, en el diario El Peruano. Escribí, pues, un artículo sobre mi lectura de algunas de sus novelas y cómo, junto al libro Técnicas narrativas, me habían estimulado a escribir. Bravo leyó aquel texto y buscó contactarme. Nos conocimos y congeniamos inmediatamente.

     Bravo escribió, como mencioné, cuatro novelas que están unidas pues giran en torno a Miguel. Novelas que se pueden leer independientemente pero que se entrecruzan y se disfrutan más leyéndolas todas. La más conocida, sin duda, es Barrio de broncas, con la que obtuvo además el Premio Nacional de Novela en 1973 (en la que utiliza el lenguaje popular). Y la que obtuvo mayor repercusión internacional fue A la hora del tiempo, publicada en su primera edición por el sello español Seix Barral en 1978 y traducida al inglés varios años después (3).

     Una de las características de la escritura de Pepe es el tono lírico que le imprimía a sus textos. “Un narrador debe leer poesía”, me solía decir. Y ese fue uno de los tantos consejos que me diera. Recuerdo una tarde en la que me esperó con una hoja impresa. Se trataba de una suerte de cuadro sinóptico que, me decía, me ayudaría a plantear la estructura de la novela que yo venía armando a gazapos (4). Pepe era una persona generosa.

     Dentro de su bibliografía se cuentan libros de ensayos, como los dedicados a Martín Adán (una biografía) y a lo Real maravilloso (su tesis, si la memoria no me falla). También tres novelas históricas: Cuando la gloria agonice, La quimera y el éxtasis (finalista del Premio Internacional Rómulo Gallegos) y Machipharo. A ellas se le sumó en el último tramo de su vida: Percanta, memorias de un mirón de azotea, novela de filo erótico.

     Un punto aparte es su faceta de pintor. Cultivó el dibujo y la pintura desde muy chico. En el segundo piso de su casa, a un lado de su biblioteca, Pepe tenía su pequeño atelier, con sus lienzos y pinceles. Además de reproducciones de sus artistas predilectos, como mencioné, y de paisajes, Pepe pintaba mujeres, muchas de ellas amigas suyas. Primero las fotografiaba y luego las pintaba. Una vez me mostró su pequeño tesoro fotográfico y, en otra ocasión, me confió que una de las retratadas le había pedido que retocara partes de su silueta. Reímos cómplices cuando comparamos la foto original con el cuadro terminado y retocado.

     Aunque uno no quiera, la vida te suele enviar por otros rumbos. Dejé de verlo durante un tiempo. Pero siempre tenía en mente ir a verlo pronto. El año pasado, incluso, con el escritor y también pintor Gonzalo Mariátegui planeábamos ir juntos a visitarlo (5). Ese deseo ya no podrá hacerse realidad. Pepe falleció el pasado 8 de setiembre. Una noticia que me llegó al celular mientras dictaba una clase. Una clase en la que analizábamos la película Descubriendo a Forrester, que gira en torno a la amistad entre un escritor mayor, reconocido, y un joven aspirante.

     Hay una escena en la película en la que el hermano del joven aspirante, Jamal Wallace, le pregunta a éste sobre Forrester. “Es mi maestro”, le responde orgulloso. En el salón de clase, cuando al enterarme de la partida de Pepe, la voz se me resquebrajó, mis estudiantes se preocuparon. Me han comunicado la muerte de una persona, les expliqué. ¿Un familiar, un amigo?, interrogaron. Recordé la escena que acabábamos de ver, pero sobre todo recordé todos esos momentos compartidos, principalmente en su casa. “Mi maestro”, dije finalmente. 

Pepe, dedicándome su última novela | foto: cms.

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(1). Algunas de sus anécdotas se encuentran publicadas en el libro Crónica de familia. Por ejemplo: “Alucina, las crenchas”, en el que relata una divertida anécdota familiar cuando conoció al enamorado de una de sus hijas.

(2). Una vez le pedí que la cuente en público en una charla que sostuvimos en el auditorio del Británico, suscitando la risa de los concurrentes. Pepe tenía facilidad para echarse al bolsillo a cualquier público.

(3). No recuerdo el año, pero ya nos conocíamos pues recuerdo su rostro iluminado por su entrañable sonrisa cuando me contó y me mostró el contrato para la publicación de la traducción que le mandaron.

(4). Me acuerdo que emocionado le saqué una copia y se la pasé a mi amigo Manuel Eráusquin, amigo y cómplice desde la época universitaria.

(5). A Gonzalo se le ocurrió, además, que le hiciéramos una extensa entrevista en video. Casi como una premonición de que su partida se acercaba.


Escrito por

Carlos M. Sotomayor

Escritor y periodista. Ha escrito en diarios y revistas como Expreso, Correo, Dedo medio, Buen salvaje. Enseña en ISIL.


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