Wilfredo Ardito es un conocido abogado y un apasionado defensor de las causas justas, y, por ende, un gran activista que lucha en contra de todo tipo de discriminación. Lo que mucha gente no sabe es que la literatura es otra de sus pasiones. Hace unos años publicó un par de novelas –El nuevo mundo de Almudena (2008) y El cocinero clandestino (2013)–. Y en el 2014 sorprendió gratamente con la obtención del prestigioso Premio de Novela Corta Julio Ramón Ribeyro con Los dorados años veinte. A propósito de esta novela surge esta interesante charla. 

Entrevista CARLOS M. SOTOMAYOR | Foto: Archivo del autor

–¿Cómo surge la idea de la novela? Algunos autores hablan de una imagen como disparadora de la historia, otros de una idea como punto germinante. ¿Cómo fue en tu caso la géneris de Los dorados años veinte?

–En mi caso, creo que la idea estuvo presente desde hace mucho por el interés que me causaban personajes como Mariátegui, Haya De La Torre o Leguía. De hecho, las obras de Luis Alberto Sánchez y Guillermo Thorndike que retratan el Oncenio me hacían recordar mucho el tiempo de Fujimori, que fue cuando empecé a escribir la novela. Como ocurrió en los noventa, siento que en tiempos de Leguía mucha gente se sentía complacida con el régimen, pese a su carácter autoritario. El gobierno hacía obras, promovía inversiones, buscaba mostrarse preocupado por los más pobres. Algunas de las cosas que dice Leguía en la novela podría haberlas dicho Fujimori.

Además, me parece que un sector de intelectuales también sucumbió al embrujo autoritario (una frase que suele vincularse a Uribe en Colombia), como Chocano en los años 20 y Trazegnies en los 90. Un régimen autoritario logra una ficción para comprender una sociedad donde “cada uno tiene su lugar” en aparente armonía. A Vicente lo colocan sin embargo para mostrar todo el horror que podía existir detrás de esa aparente armonía.

Por otro lado, a Mariátegui lo había comenzado a estudiar cuando estaba en la Universidad. Llevé un curso en Ciencias Sociales sobre Procesos del Perú en el Siglo XX y decidí investigar la problemática religiosa en Mariátegui. Para ello conversé con el historiador Jeffrey Klaiber (que estudió las Universidades Populares Gonzales Prada que aparecen en la novela) y logré hablar con Anita, la viuda de Mariátegui, en su casa de Miraflores. Fue una experiencia extraordinaria. Ella me insistió con vehemencia, que Mariátegui era una persona creyente. Ese podría ser un factor para explicar la reticencia de Mariátegui de participar en la protesta contra el Sagrado Corazón. Claro, en ese momento, no imaginaba yo que ella se convertiría en uno de mis personajes.

–¿Cuánto tiempo te demandó la investigación sobre la época y cómo fue el proceso?

–La verdad que es una novela realizada durante varias etapas: la primera en tiempos de Fujimori, la comencé con los conocimientos que tenía entonces. Luego comencé a revisar Variedades y Mundial, para poder graficar con exactitud algunos episodios donde la historia del personaje principal se funde en una serie de acontecimientos históricos. De hecho, en un principio no estaba seguro sobre en qué episodios se ambientarían las vicisitudes personales de Vicente. Podía haber terminado la novela con el Centenario de la Batalla de Ayacucho o quizás llegar hasta la caída de Leguía. Sin embargo, ya desde las primeras páginas había aparecido Chocano y pensé que el caso de Elmore podía ser un momento culminante.

El asunto, claro, es no quedarse solamente en el recuento novelado de los sucesos del Oncenio, sino engarzarlo todo con un personaje cuyas propias vivencias llamaran la atención. Creo que construir a Vicente se hace muy entretenido, porque su forma de ser aparece desde la primera página, pero a pesar de ello, se logra generar suspenso con algunos de sus comportamientos (son algunas amigas las que sienten inclusive rabia).

Existen otras situaciones que yo ignoraba totalmente cuando empecé, como el teatro en quechua que se desarrolló en esa época, pero que calzaba muy bien con la trama.

–Además de la investigación bibliográfica, ¿revisitaste los lugares de la Lima antigua que aparecen como escenarios, específicamente para escribir la novela?

–Por supuesto que sí, desde la Quinta Heeren hasta Santo Domingo, los alrededores del diario El Comercio, Desamparados, el Parque Universitario… Hay lugares que han cambiado mucho: ya no está Oeschle en la Plaza de Armas, ya no está la Botica Francesa… pero en otros casos sí uno puede transportarse a los mismos lugares. Subiendo por las escalinatas de Desamparados, se puede ver el Cordano y los balcones del Palacio Arzobispal, igual que Vicente a su regreso de La Oroya. Saliendo del Parque Universitario, cerca de la iglesia de Los Huérfanos se encuentra la placa que recuerda la muerte de los dos obreros (no hay ninguna por los policías).

Precisamente, en la novela busco hacer un balance entre los lugares que la gente conoce, porque existen, como los pabellones del Palacio de la Exposición o la iglesia de María Auxiliadora, y otros que ya desaparecieron como el Zoológico o el Arco Morisco.

Otras veces sí siento algo de nostalgia, cuando voy a la Plaza Italia y veo que el teatro donde actuaba Mariana se encuentra casi en ruinas, pero también al mirar el Palais Concert actualmente uno puede hacerse una idea de su antiguo esplendor.

Y a algunos personajes los sigo visitando: Leguía, Maríategui, Elmore, Chocano se encuentran en el cementerio Presbítero Maestro.

–Vicente, el protagonista conoce muy bien a Haya y Mariátegui. Al primero incluso le da refugio en su casa. Y con el segundo, la amistad parece más estrecha: le confía sus dilemas sentimentales y además le da el nombre para la revista Amauta.

–Así es. Aunque quizás también le hubiera hecho las mismas confidencias a Haya. Lo que pasa es que él pertenecía al grupo de Mariátegui, donde estaban Yerovi y Valdelomar. Recién conoce a Haya en el Angloamericano, precisamente mientras Mariátegui está en Europa. A diferencia de Mariátegui, Haya insiste mucho en involucrar a Vicente en las diversas actividades sociales, hasta que Vicente se siente más bien forzado.

–Uno de los momentos importantes de la novela es cuando Vicente presencia el asesinato de Elmore, perpetrado por el poeta Chocano.

–Efectivamente. Revisé muchos textos de la época sobre los días anteriores al crimen, el asesinato en sí mismo y el proceso. Aquel día para Mariátegui el golpe fue terrible, porque estaba inaugurando su imprenta y a las pocas horas su amigo Elmore fue asesinado de manera absurda. Es interesante, en estos tiempos de redes sociales, cómo en la furia de Chocano tuvo mucho que ver el uso de la radio. Por eso, nuevamente, lo que se dice sobre medios tecnológicos para los años veinte es perfectamente aplicable para nuestros tiempos.

Lo paradójico es que años después tanto Chocano como el director de El Comercio, a quien muchos dieron por muerto también, fallecen de manera trágica y violenta. Eso claro, no aparece en la novela, pero muestra que la realidad puede tener elementos tan sorprendentes como la ficción.

–La novela nos ofrece una mirada al racismo y clasismo imperante en esa época. Taras sociales que uno sigue advirtiendo en el presente.

–Efectivamente, esos problemas aparecen a lo largo de la novela, pero yo creo que durante los años veinte el Perú era todavía una sociedad abiertamente estamental. Precisamente, me parece que eso es lo que indigna a la mayoría de personajes, encontrarse frente a todo tipo de abusos que se practican con impunidad. Yo busco reflejar una sociedad donde los indígenas son tratados como niños, donde no votaban ni sabían leer y vivían dominados por los hacendados. En ese contexto aún el paternalismo de Leguía puede parecer positivo.

Al mismo tiempo, me parece que se podrá deducir que existen también en esta época muchos prejuicios por motivos raciales. En la novela aparecen varias frases racistas o clasistas que también son actuales. Lo que yo busco es precisamente que los lectores se pregunten, ¿ha cambiado esto realmente o sigue así?

–Vicente está rodeado de personajes idealistas, de fuertes principios. Lo que resulta interesante pues él se sabe que no es así, lo que permite apreciar los dilemas morales a los que se ve enfrentado. ¿Pero no es también una forma de subrayar las virtudes de aquellos personajes emblemáticos de la década del 20?

–Sí, por un lado, yo prefería un personaje más normal, que no es un héroe, pero es capaz de realizar acciones heroicas en varios momentos, como creo que somos muchos seres humanos. En cambio, los amigos de Vicente son “héroes permanentes”, personas que han abrazado un ideal al punto que son capaces de sacrificarlo todo. Esa forma de heroísmo llama la atención en este siglo, pero era muy común en el Perú al menos hasta los años ochenta. De hecho, me gustaría que mi siguiente novela reflejara cómo se pensaba en tiempos de Velasco.

–¿Qué significa para ti, como autor, que luego de dos novelas, ganes un premio importante como el Julio Ramón Ribeyro que organiza el BCR?

–La verdad es que a mí me gusta mucho escribir, pero tengo que sacar tiempo de donde no hay. Las palabras de los jurados como Alonso Cueto y Abelardo Oquendo fueron muy alentadoras para seguir, con la sorpresa para ellos que yo ya tenía cincuenta años y no me conocían como escritor. Pero todo eso es complejo, porque también soy abogado, profesor universitario, activista contra el racismo e investigador sobre comunidades campesinas y Jueces de Paz. El premio es como un incentivo para dedicarle más tiempo a la literatura. Me pongo a pensar que soy un poco como los amigos de Vicente porque sacrifico el tema literario para acciones ligadas a mis compromisos sociales. Y al mismo tiempo, creo que seguir escribiendo se hace como un reto para mí.