Madeleine y Francisco son los protagonistas de las dos historias paralelas que convergen en la nueva novela del escritor y periodista peruano Raúl Tola: La noche sin ventanas (Alfaguara, 2017). Dos personajes peruanos que terminan viéndose involucrados en la Segunda Guerra Mundial. Y es precisamente sobre esta nueva entrega –su cuarta novela– que gira esta interesante charla. 

Entrevista CARLOS M. SOTOMAYOR | Foto: CMS

—Me interesa mucho conocer los orígenes de las novelas. ¿Cómo surge La noche sin ventanas? ¿Cuál fue la idea o la imagen que sirven de disparador de la historia?

—Como suele ocurrir, esta novela no tiene una sola, sino varias motivaciones. Hace unos años me tocó entrevistar a Mary Cogan, una sobreviviente de los campos de concentración alemanes, cuya historia me dejó asombrado, conmovido, estremecido. Me sorprendió descubrir que en nuestro país, conviviendo con nosotros, hubiera personas que habían experimentado en carne propia los horrores de la Segunda Guerra Mundial, sin que lo supiéramos. Creo que ese día comenzó el largo proceso de reflexión que termina concluyendo en una novela. Me pregunté mucho por qué el Perú se sentía tan al margen de los grandes conflictos internacionales, una sensación que se agravó cuando estalló la guerra del Golfo. Un día que volvía de un viaje a Madrid, descubrí en la fila para subir al avión a un grupo de peruanos vestidos como militares, eran cerca de treinta. La curiosidad pudo más que el pudor y me acerqué a preguntarles de dónde venían. Eran personas contratadas por empresas americanas afincadas en Irak, para trabajar como camioneros y agentes de seguridad. Eso me sirvió para constatar la teoría que empezaba a manejar: que no es cierto lo que se piensa, que por más marginal que sea, el Perú también ha jugado un papel en los grandes episodios de la historia, que han habido peruanos involucrados en ellos. Lo único que me faltaba era encontrar los personajes y las historias que me sirvieran como vehículo para vincularnos con la Segunda Guerra.

—La novela trata sobre la Segunda Guerra Mundial, que se desarrolló a miles de kilómetros de nuestro país, y que a pesar de ello no nos resultó del todo ajena. Tu novela rescata dos personajes que tienen diferente participación en ella…

—El descubrimiento de ellos se debió a las investigaciones emprendidas por mi amigo y colega Hugo Coya. En su libro Estación final, él descubre más de veinte peruanos que fueron víctimas de los campos de concentración nazis. El que más me impresionó, fue Madeleine Truel, una peruana hija de franceses, que viaja a París con sus hermanos a la muerte de sus padres. Allí se asienta, estudia, consigue trabajo. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial y Francia es invadida por los alemanes se une a la Resistencia, y durante buen tiempo se desempeña como falsificadora de pasaportes, permitiendo a los espías y paracaidistas aliados incorporarse a la sociedad francesa, pasando bajo el radar de la Gestapo. Finalmente es detenida durante una redada y termina por ser enviada al campo de concentración de Sachsenhausen, a diez minutos de Berlín. Para mi novela profundicé en el personaje, que solo llamé por su nombre, Madeleine.

El otro protagonista de la novela está inspirado en Francisco García Calderón, uno de los intelectuales peruanos más importantes de todos los tiempos, el primero en escribir un libro que se esforzó por entender a nuestro país: «El Perú contemporáneo». Lo hizo aplicando unas teorías que en la época eran de avanzada, pero que hoy resultan inaceptables. Postulaba la importancia de la raza como motor del desarrollo de las sociedades, argumentaba que el Perú era un país históricamente atrasado por el permanente mestizaje de la raza española y recomendaba una migración europea para mejorar la raza local y afirmar el avance. García Calderón se ganaba la vida como diplomático y era el embajador del Perú en París durante la ocupación alemana. Debió mudarse a Vichy, la capital colaboracionista de Pétain y Laval, y cuando se produce el ataque a Pearl Harbor y Perú rompe relaciones con el Eje, es detenido y enviado, junto con otros 120 diplomáticos y sus familiares, al Hotel Dreesen de la Renania. Depresivo desde muy joven, confrontado con sus propias ideas, sin recibir tratamiento médico, ahí enloquece. A él lo conocí también por Coya. Durante muchos años, yo fui conductor del noticiero central de América Televisión y él se desempeñó como editor del programa. Solíamos tener largas conversaciones sobre sus avances, y en una de ellas mencionó a García Calderón, a quien no incluyó en Estación final porque su carcelería no fue en un campo de concentración, sino en un hotel de lujo.

—La novela también plantea, me parece, cómo algunos intelectuales peruanos se pliegan a ideas políticas que colindan con el autoritarismo. Algo que lamentablemente sigue ocurriendo.

—La encuestadora Datum publicó esta misma semana un estudio que resulta alarmante, donde queda claro que la gran mayoría de los peruanos (45.8%) se definen ideológicamente como «autoritarios». Eso me parece muy grave porque demuestra que nuestros compatriotas han olvidado las lecciones del traumático final del gobierno de Alberto Fujimori: que los gobiernos autoritarios pueden dar una sensación de orden, pero esta suele deberse a la falta de una prensa robusta y crítica, a los mecanismos de manipulación de las masas y a la falta de respeto por las leyes. Y que por lo mismo, los gobiernos autoritarios, que tanto se vanaglorian de la «mano dura», suelen ser ollas de grillos donde campa la corrupción y el robo. Ahí tenemos los ejemplos de Fujimori y Maduro.

Creo que hoy vivimos una situación dramática pero que no es nueva. El pensamiento autoritario siempre ha gozado de un importante predicamento entre los peruanos. En sus libros, García Calderón también defendía la necesidad de grandes tiranos latinoamericanos como condición para ordenar el continente, por los medios que hiciera falta, incluso los más sanguinarios y crueles. No son pocas las personas que en la prensa o la calle comienzan a sentirse en confianza para expresar esta clase de barbaridades. La diferencia que tienen con García Calderón es que él era un intelectual muy completo, que defendía las ideas que por entonces estaban de moda y eran de avanzada, como lo hizo el resto de la «Generación del 900». Los autoritarios peruanos modernos son seres momificados, premodernos, que no han querido comprender hacia dónde marcha la humanidad y creen que algunos consensos, que en otras latitudes son puro sentido común —la necesidad de una democracia y del respeto de los derechos humanos para una mejor convivencia entre las personas, por ejemplo—, son ingenuidades, defendidas por tontos o comunistas.

Veo también con mucha preocupación la aparición de movimientos reaccionarios que articulan a una buena parte de los autoritarios peruanos, como «Con mis hijos no te metas». Es lo más parecido que encuentro a ese hito en la historia del pensamiento político peruano que fue la aparición de la Unión Revolucionaria de Luis Miguel Sánchez Cerro y Luis A. Flores. No es coincidencia que el país donde se fundó el mayor partido fascista de América Latina, que tuvo dos presidentes que simpatizaron con esta corriente (el propio Sánchez Cerro y Óscar R. Benavides), sea testigo del surgimiento de estas sectas reaccionarias, que repudian la existencia de algo tan elemental como el estado laico. En nuestro país hay un gen autoritario que se activa cada cierto tiempo, con consecuencias imprevisibles.

—Una de las cualidades de la novela es la lograda escenificación de la época. ¿Cuánto tiempo te demandó la investigación previa?

—Hice dos tipos de investigación. Leí todo lo que pude sobre la Segunda Guerra Mundial, un episodio histórico sobre el que se ha escrito una infinidad de libros y es inabarcable. Me sirvieron mucho los libros de autores como Primo Levi, «Sin destino» de Imre Kertész, «La especie humana» de Robert Antelme o «La escritura o la vida» de Jorge Semprúm, por mencionar algunos clásicos. También me dediqué a leer y fichar los libros más importantes de Francisco García Calderón: «El Perú contemporáneo», «Las democracias latinas de América» y «La creación de un continente». Todo este proceso me tomó un par de años y lo realicé paralelamente a los primeros borradores de La noche sin ventanas. En una novela de este tipo, la abundancia de información sirve para ambientar la historia, pero también para mentir con conocimiento de causa.

—Tengo entendido que visitaste varios de los lugares donde se desarrollan las historias de la novela. ¿Cuál fue el más revelador, el que te impactó más?

—Mi investigación no hubiera estado completa sin un trabajo de campo, que aprendí a hacer gracias al periodismo. En los años que trabajé la novela viajé al campo de Sachsenhausen, al Hotel Dreesen y a París, para tomar fotos, hacer anotaciones, familiarizarme con las atmósferas. Es una sensación muy especial la que uno tiene cuando se encuentra físicamente en los lugares donde sabe que pasaron los hechos históricos sobre los que ha leído y quiere novelar. Pero si tuviera que elegir uno, sería sin duda el del campo de concentración. Es estremecedor.

—La novela plantea dos historias que se van intercalando. ¿Qué tan complicado fue lograr que ambas historias conciten similar atención del lector?

—Para mí, el verdadero trabajo de la creación literaria no ocurre cuando uno escribe, sino cuando corrige. Ahí se pule el estilo, se eliminan las contradicciones, se balancean las historias y se afina la estructura. Corregir puede ser muy frustrante, hay que ser muy perseverante y perfeccionista, y no parar hasta que la versión del libro se aproxime lo más posible a lo que uno aspira, incluso sabiendo que la literatura no es una ciencia exacta, que siempre habrá errores.

—Cuando charlamos en el 2013 a propósito de tu anterior novela Flores amarillas, coincidimos en que ese libro marcaba un punto de quiebre en tu literatura. Me parece que con esta novela te asientas mejor en ese camino. ¿Lo crees así también?

—Espero que sí. Flores amarillas es una novela a la que le tengo un gran cariño. Primero, porque desarrolla una historia muy personal, inspirada en la migración y el asentamiento de una familia de inmigrantes italianos —mi familia materna— en el Perú. Segundo, porque siento que es una primera novela de madurez, tanto personal como literaria. Con ella descubro el tono y la temática en las que me siento más cómodo, y me aproximo a una voz propia, que espero que cada vez sea más distintiva. Quisiera creer que La noche sin ventanas es un avance en ese camino, que profundiza los descubrimientos y aciertos de su predecesora. Que con ella se cumple una máxima del escritor: la nueva novela tiene que ser mejor que la anterior, pero no tan buena como la próxima.