Cuando apareció fue un libro muy comentado y luego casi inhallable. La mitad de aquel tiraje estuvo perdida durante mucho tiempo. Ahora, esa ópera prima del escritor peruano –radicado en los EEUU–, Carlos Yushimito, tendrá un merecido y esperado segundo aire. Las islas acaba de ser re-editado por el Grupo Planeta, bajo el sello Seix Barral. Gracias a esta acertadísima iniciativa, y a las facilidades de la internet, se produce esta charla. 

Entrevista CARLOS M. SOTOMAYOR | Foto: Archivo del autor

–Los cuentos de Las islas ocurren en Brasil. ¿Qué te hizo ubicarlos allí? ¿Qué te seduce de un país y una cultura como la brasileña?

–Después de once años no tengo una respuesta concreta para esta pregunta tuya. He intentado varias alternativas, pero no creo que ninguna sea lo suficientemente “verdadera” ni “honesta”, puesto que ninguna de ellas termina por dar cuenta de lo que, en su momento, fue una decisión poco premeditada. Hay muchas cosas que me interesan, naturalmente, del Brasil, empezando por su proximidad geográfica y su paradójica lejanía cultural. Quizás tengas allí una respuesta. Es bueno escribir –estratégicamente, quiero decir– sobre algo distante que al mismo tiempo te proporciona cierta familiaridad, ¿no? Por lo que respecta a su literatura, que es la producción cultural que más me interesa, hay autores brasileños extraordinarios como Machado de Assís, Guimarães Rosa, Ferreira Gullar, Rubem Fonseca, Carlos Drummond de Andrade y Clarice Lispector, a los que debo muchas horas de felicidad.

–Marco García Falcón escribió un primer libro de relatos de muy buena factura que transcurría en Francia, pero nunca había estado en ese lugar. ¿Fue así tu caso?

–Sí, exactamente el mismo caso.

–Otra característica del libro son los personajes muchos de ellos marginales, que habitan lugares como favelas, por ejemplo. Pero más allá del lugar geográfico específico, las historias, como ocurren con las grandes historias, van más allá del lugar donde ocurren, podrían ocurrir en barriadas limeñas, algunas de ellas, por ejemplo. ¿Lo ves así?

–Bueno, esa es una lectura metafórica posible que yo mismo he alimentado en alguna oportunidad. Digamos que esa interpretación es viable. La precariedad y la marginalidad son, después de todo, dos horizontes peruanos y también latinoamericanos. Lo importante es no hacer de la pobreza un documento ni un espectáculo indignos.

–Más allá de los escenarios comunes, algunos relatos establecen entre sí algunas relaciones. ¿Cómo fue el proceso de escritura? ¿Todo eso lo tenías definido al inicio o fueron apareciendo los relatos y fuiste consciente en ese momento de los vasos comunicantes que se podrían establecer entre ellos?

–Si no me falla la memoria, los dos primeros relatos de este libro –“Bossa Nova para Chico Pires Duarte” y “El mago”–los escribí entre los años2003 y 2004.Y dado que los tenía a mano, luego me pareció una buena oportunidad para desarrollar una saga vecinal modesta en la que fuera posible bosquejar una secuencia de temas clásicos: la violencia, la lealtad, el amor melodramático, la venganza, etc. protagonizados por personajes que viviesen en la periferia urbana, ese marco de la ciudad que se venía representando poco o nada en la narrativa del momento. Y así nació San Clemente. Yo andaba por esos años muy predispuesto por las lecturas de Gabriel García Márquez y de William Faulkner, y obviamente me pareció razonable construir mi propio universo literario partiendo de ese código de autonomía ficcional. Los vasos comunicantes, a partir del tercer cuento que escribí, se me hicieron entonces necesarios para conseguir esa soberanía, esa organicidad narrativa. Ahora ya no creo mucho en ese, digamos, sistema, ni en esa manera de pensar las relaciones entre los relatos de un mismo libro; pero en su momento nació, obviamente, como una necesidad y también como una inevitabilidad dadas mis lecturas.

–Una de las varias virtudes como autor es la prosa muy bien cincelada que exhibes en tus narraciones. ¿Sueles escribir una primera versión que luego vas corrigiendo y puliendo o avanzas lentamente, construyendo pacientemente las frases (como me contara que hace Augusto Higa, por ejemplo)?

Esto lo he repetido muchas veces sin ánimo de resultar indecente o provocador, pero yo soy un escritor bastante indisciplinado en general. No hay nada que rehúya más que el tal modelo del “profesionalismo” vocacional vargasllosiano. Pienso, como creía Felisberto Hernández, que uno le va echando agua a sus ficciones y que estas crecen naturalmente como lo harían plantas interiores. “Flechado por Tocantins” que se publicó recién en el año 2014 (Los bosques tienen sus propias puertas), ya tenía unas cinco páginas escritas desde hacía, por lo menos, ocho años, pero yo guardé esas páginas en una carpeta y no las volví a releer hasta muchos años después, cuando accidentalmente las encontré el día que cambié de computadora. Sin tanto tiempo de por medio, casi todos mis cuentos son el resultado de recuperaciones semejantes. A veces anoto una frase y de esa frase nace, meses después, una historia. ¿Cuándo nace? No lo sé. Supongo que uno necesita proveerle, aun sin ser consciente de cuáles son estas ni de cómo generarlas, ciertas condiciones para que nazcan y se desarrollen situaciones y personajes. Hay algo que me inquieta y, a la vez, me fascina de esta arqueología propia, y que yo podría describir, tal vez, como una consideración hacia mis propias ruinas, a la necesidad que tengo de ver deteriorarse la inmediatez de mi escritura. A veces pienso que hace falta morirse uno mismo en la escritura para poder recuperar cierta objetividad, sentir que uno empieza a escribir en serio como un lector que edita a alguien más, alguien que fue, que ya está muerto. Este desdoblamiento es el que me proporciona la distancia de la autoría y es, al mismo tiempo, un síntoma de supervivencia me ha interesado siempre explorar, porque me genera una tensión curiosamente placentera. Ese como desasosiego de la restauración propia: ¿qué quise decir entonces? ¿Cómo lo hubiera continuado y concluido?

Ahora bien, ya que mencionas el verbo “cincelar” es significativo también que los autores establezcan con frecuencia ciertos paralelos entre las labores de las artes plásticas y la escritura. Personalmente, a mí me atrae mucho más la imagen del brochazo o de la pincelada que la del “cincelado”. Recuerdo que Watanabe usaba una linda palabra boliviana para aludir a esa misma raspadura lingüística; me refiero al verbo “tarjar”. En ocasiones uno tiene suerte y no hace falta tachar tantas líneas, luchar físicamente para desprender cierta expresividad de lo que, por otro lado, es solo abstracción, una pura fantasmagoría. Pero lo natural es, en realidad, tener que pasar horas intentando hallar cierta precisión no solo en el sentido de la palabra que se elige sino también en la combinatoria de su sonido en relación a las demás palabras. Eso hace que la escritura te entrampe en una dinámica laboriosa porque no solo corriges aquella palabra o línea en cuestión sino todo un párrafo y a veces toda una secuencia de párrafos. En consecuencia, la relectura durante tu propio proceso de escritura se transforma en un bucle constante y muchas veces farragoso. Incluso si tienes intención de disfrutar de trazos más imprecisos, de disonancias que no tendrían por qué corregirse (porque descubres que son partes tuyas), están constantemente lidiando con esa parte desconocida de ti mismo, esa virtualidad como autor que empieza a existir solo a condición de tu propia desaparición como sujeto.

–Las islas apareció en su primera edición, en el 2006, en una pequeña editorial (hoy ya desaparecida) y fue muy un libro muy comentado y celebrado. Al punto que se agotó el tiraje rápidamente, hasta convertirse casi en un libro de culto. De hecho, en tu segundo libro Lecciones para un niño que llega tarde, publicado en una editorial del exterior, rescatas algunos relatos de tu primer libro. ¿Qué significa para ti, como autor, la re-edición de Las islas ahora bajo el sello de la trasnacional Seix Barral, del Grupo Planeta?

–Esa primera edición, en realidad, nunca se agotó rápidamente. Lo que sucedió fue que muchas cajas llenas de libros se descarriaron en la imprenta, de modo que casi la mitad del tiraje anduvo perdida durante mucho tiempo. Siempre era el primer sorprendido cada vez que encontraba a un nuevo lector porque eso parecía ser parte de un complot amable, de una maniobra tramada por mis editores para que yo fuera un poquito más feliz, algo por lo demás innecesario, porque ya soy lo suficientemente feliz haciendo otras cosas que nada tienen que ver con la literatura. Por supuesto, esta versión de Seix Barral me ha permitido corregir algunos errores y, por lo que he podido ver, se trata de un trabajo de edición magnífico que definitivamente se acerca bastante a lo que quise hacer en su momento.

foto: cms.