Fernando Ampuero me recibe, como tantas veces, en su departamento miraflorino desde donde cada mañana contempla el mar. El destino, por así decirlo, suele ponerlo en jaque de vez en cuando, pero siempre resulta airoso en el balance final. Ahora mismo viene recuperándose, de manera notable, de un accidente con fractura de cadera incluida. Por suerte, aquel trance parece superado. Aunque ayudado con un bastón por el momento, Fernando ya se desplaza sin mayores problemas. Sin embargo, hoy charlamos sobre otro momento de su vida, aquel en el que fue diagnosticado con un cáncer que lo tuvo al borde del K.O, pero al que finalmente venció. La experiencia ha quedado plasmada en su reciente y muy interesante La bruja de Lima (Tusquets, 2018), un libro que es, al mismo tiempo, un alegato en favor de la vida, una celebración de la vitalidad.   

Entrevista CARLOS M. SOTOMAYOR | Foto: CMS

–En tus dos últimos libros echas mano a contenidos autobiográficos de una manera rotunda, aunque esta tendencia ya se advertía en una obra que los precede, tu novela Sucedió entre dos párpados. ¿Por qué decides escribir unas memorias como La bruja de Lima?

–Debido a la coyuntura de la edad. Yo estoy ahora en el umbral de los 70 años, un momento en el que se empieza a mirar hacia atrás, para ver las cosas que has hecho o esas otras que te han sucedido. Y, además, piensas en lo que te faltaría hacer. Así pues, ha sido muy natural que haya empezado a escribir textos que reflejan mis historias personales. Una de ellas, mi experiencia como voluntario en el terremoto de 1970, desarrollado en la novela Sucedió entre dos párpados que tú señalas. Esa novela tiene hasta un 70% de episodios autobiográficos; el 30 % restante son recuerdos de las vicisitudes de otros voluntarios que estuvieron conmigo, aunque también, por supuesto, hay personajes de ficción: los dos sepultados vivos que el protagonista (Gustavo) imagina que pudieran haber existido. Pero en cuanto a La bruja de Lima, he dado un paso adelante: todo lo que narro ahí no es ficción; me sucedió de veras.

–Esto no pasaba en tu obra anterior…

–No en mis novelas, por lo menos, a excepción de El peruano imperfecto, que es una roman a clef; en mis volúmenes de cuentos, en cambio, hay varias historias de fondo autobiográfico, pero que han sido distorsionadas, al ser aderezadas con la ficción. Por ejemplo, el cuento "Malos modales", que transcurre en La Punta y donde aparece el personaje de la Zurda, una chica hija de emigrantes yugoeslavos. No todo lo que a ella le ocurre es cierto, aunque pareciera que lo fuera. Eso lo considero ficción. Y también hay cuentos más fieles a la realidad; es el caso de “Mi buena estrella”. Este cuento habla de un mochilero corto de dinero que arriba a Mendoza, Argentina, y acaba siendo invitado a cenar por un ex convicto, un criminal. Ese mochilero era yo. Digamos que la mayoría de mis cuentos son de ficción, a excepción de mis últimas obras.

–De Sucedió entre dos párpados pasaste luego a otro relato también autobiográfico, Lobos solitarios.

–El díptico de cuentos Lobos solitarios fue una confirmación de la tendencia, aunque ya es un trabajo totalmente autobiográfico. Ese texto reaparecerá en una nueva edición, en julio de este año, pero como parte de un volumen integral: irá acompañado por otros cuentos igualmente autobiográficos, y por lo tanto ya no será una plaqueta, sino que tendrá formato de libro. Se titulará Lobos solitarios y otros cuentos; es decir, trae cuentos inéditos y además incorpora uno de mis cuentos huérfanos que se publicó en revistas y compilaciones (e incluso se tradujo hace poco al francés): "Largos de piscina con Julio Ramón".

–Lo recuerdo. Ese cuento fue incluido en la última reedición de tus Cuentos completos.

–Exacto. Apareció como un cuento “huérfano de libro”, porque sencillamente yo no había escrito aún el libro que le diera cobijo. Ahora ya lo escribí.

La bruja de Lima es una primera entrega de tus memorias. Y con ella, sin duda, marcas una distancia con la memoria tradicional.

–Mira, nunca quise escribir un libro de memorias del tamaño de un ladrillo (Fernando señala un libro voluminoso que descansa en una mesita a su lado). ¿Por qué? Porque yo soy un cuentista; prefiero entregar cosas breves, con ciento y pico de páginas. Y entonces pensé en una opción de memorias atípicas: dar a la imprenta capítulos sueltos de mi vida, que más adelante se podrían reunir. Esos capítulos, desde luego, deberían girar alrededor de una situación y de determinados personajes, como es el caso de Hilda, una vidente de origen gitano a quien yo llamo “la bruja de Lima”. Más claro: quiero retomar los usos del siglo XIX de ofrecer relatos por entregas. Este formato se acomoda más a mi pulso narrativo de cuentista y de autor de novelas cortas

–Escribir este libro significa, como has dicho, mirar hacia atrás y recordar un momento complicado en tu vida, cuando te encuentras cara a cara con la muerte.

–Así es. En La bruja de Lima resumo mis cavilaciones ante la situación inquietante de tener una vida con fecha de vencimiento, pues los médicos me habían vaticinado que moriría en seis meses. Mi preocupación era el dolor. ¿Cuándo me vendrá el dolor? , pregunté. Dijeron: Más o menos en tres meses. Y mi reacción fue puramente vital: Si es así, me quedan dos meses para despedirme del mundo e irme a Europa con mi hija menor. Decidí entonces que viajar era la mejor manera de seguir contemplando el mundo en todo su esplendor. Y eso hice, pero estimulado por Hilda, mi bruja, que rechazaba el pronóstico de los médicos. Visité ciudades hermosas, fui a museos y conciertos, me senté en buenos restaurantes, bebí los vinos que me gustaban. En otras palabras, vivía intensamente el tiempo que, según creía, me quedaba de vida.

–Y es el pintor José Tola, tu gran amigo, quien te aconseja que vayas a ver a la bruja…

–Era la única alternativa que quedaba: el mundo mágico. No fue fácil tomar esa decisión, porque yo he sido siempre una persona racional que creía solo en la medicina moderna. Las artes esotéricas me sonaban más bien a superchería. Pero de pronto algo cambió en mí. Y de un momento a otro empecé a actuar como un jugador profesional de la ruleta, que pone unas fichas en el lado rojo y otras en el negro, pensando que por algún lado las cosas podrían funcionar. Es decir, olvidé mis prejuicios culturales y fui a ver a la bruja; y veía tanto a mis médicos como a la bruja. Y a decir verdad, acabé experimentando unas vivencias sorprendentes, pero beneficiosas… Nuestro país, el Perú, tiene una familiaridad tremenda con el mundo mágico. Se trata de un rasgo cultural en el que participan todas las clases sociales: bajas, medias y altas. Vas caminando por la calle y encuentras pegado en el suelo un sticker que dice: curandero, teléfono tal. Te paras en una esquina para tomar un taxi y en el poste hay otro sticker similar que dice: Brujo, chamán, especialista en amarres. ¿Qué significa esto? ¿Es solo ignorancia? No. Es algo más. Hay una sabiduría secreta, creo yo. Claro que pude haberme encontrado con una farsante, de las tantas que hay…

–Pero no fue el caso de Hilda…

–En absoluto. Ella era auténtica. Desde luego, había motivos para que me inspirara dudas y sospechas, pues venía de una tribu gitana. Y los gitanos, tú sabes, son muy amigos del embuste. Pero la gente que la visitaba sentía que había en ella una percepción privilegiada: era un ser dotado, honesto y verdadero. Por eso, en algún momento, me encontré diciéndole: “Hilda, yo te estoy creyendo”. Y lo único que te puedo decir es que Hilda acertó en mucho de lo que me dijo y que también me ayudó en otros aspectos.

–Aunque aborda el tema de la enfermedad y de la posibilidad de morir, La bruja de Lima no es un libro lúgubre sino, por el contrario, se podría leer como una celebración de la vida.

–Completamente de acuerdo. No se puede vivir siempre a plenitud, pero igual resulta fundamental celebrar la vida. El mundo es injusto y cruel, y la maldad y las desgracias nos acechan todo el tiempo. Pero, a pesar de todo, nuestra obligación consiste en sacarle el jugo a la vida de la manera que mejor te parezca: luchando, peleando, enamorándote o lo que quieras. Eso es la vida. Y no significa dedicarse a perseguir la felicidad, que es algo que solo asoma por picos aislados. La vida es sufrimientos y alegrías, y así hay que aceptarla.