Tras el éxito de La hora violeta y el ensayo La España vacía, Sergio del Molino presentó en Lima, su más reciente novela La mirada de los peces (Literatura Random House, 2017), una estupenda novela en clave de autoficción. Aprovechando que Del Molino llegó en Lima, invitado a participar en la Feria Internacional del Libro (FIL Lima 2018), charlamos sobre esta nueva entrega.  

Entrevista CARLOS M. SOTOMAYOR | Fotos: CMS

–Intuyo la motivación para escribir La mirada de los peces, pero quisiera preguntarte en qué momento tomas la decisión de escribirlo.

–La decisión la tomo cuando recibo una llamada del que fue mi profesor de filosofía en el instituto hace muchos años, pero con el que había mantenido una relación de amistad a lo largo de los años. Habíamos tenido una relación intermitente, pero siempre había una relación de todas formas. Es una llamada muy extraña que recibo en la primavera del 2016 en la cual me dice que ha decidido finalizar su vida. Y a mí esa llamada me desconcierta mucho. No entiendo bien por qué me llama, por qué me lo dice. Y sé enseguida que me está llamando porque quiere que participe en una serie documental que está realizando un periodista muy famoso en España sobre su decisión de suicidarse. Y allí siento la necesidad de escribir algo, pero porque es algo instintivo en mí. Todo lo que me pasa lo vuelco de alguna forma en la escritura. Pero al escribir, me doy cuenta que el libro y la figura de Antonio, lo que significó para mí, lo catalizador que fue para vertebrar toda la adolescencia, es un libro que ya llevaba madurando mucho tiempo. Tenía una sensación de culpa, de abandono hacia Antonio que siempre rondaba mi cabeza. Lo que pasa no era consciente hasta qué punto tenía madurado el libro. El libro salió prácticamente solo porque llevaba pensándolo mucho tiempo.

La mirada de los peces no es una novela en realidad sobre Antonio. La veo incluso como una novela de aprendizaje, en cierto sentido…

–No es un libro sobre la figura de Antonio, es un libro que utiliza la figura de Antonio Aramayona, del profesor, como eje vertebrador para contar otras historias. Una novela de iniciación, una novela de despertar a la vida. Y, claro, utiliza su figura, sobre todo la relación, las cosas que nos unen y nos separan, el conflicto que se va fraguando con los años, una distancia que va pasando de la admiración que siente el adolescente hacia el maestro que lo deslumbra, al desengaño que con el paso de los años va fraguando una distancia. Con ese eje voy contando una historia que tiene muchas ramificaciones.

–Pero no deja de ser una pieza clave, Antonio Aramayona, un profesor que estimula en sus alumnos la mirada crítica y cuestionadora del mundo, y que los insta, como se menciona en la novela, a ser “terroristas”…

–A despreciar la cobardía, diría también. Es un personaje que como profesor es muy radical y muy extremo en el sentido de que no permite términos medio. Esa frase tan manida y tan tópica: no deja indiferente a nadie. Eso le pasaba a Antonio. O lo amabas o lo despreciabas. Pero no podía darte igual. Era una persona que provocaba reacciones totalmente pasionales y viscerales. Y a nosotros nos marcó la vida de una forma positiva y muy radical. Pero hubo otro grupo, no menos numeroso que desconfió mucho y les resulto muy antipático porque era muy teatral, muy narcisista, por un exceso de barroquismo a la hora de enfrentarse a la enseñanza. Pero donde más enemigos y más rechazo provocaba era entre sus colegas profesores, que no lo aguantaban. De hecho. Lo iban echando de los centros y era cuestionado en todas partes. Y eso lo hacía una figura muy atractiva. Una pieza que no encajaba, un rebelde con quien te podías identificar en un momento de la adolescencia cuando nadie encaja. En mi caso le debo mi vocación literaria, porque me saca de un entorno en el que decir que uno quería ser escritor era algo tan ridículo como decir que querías ser astronauta.

–La novela también trata sobre un lugar y un momento en particular en la historia de España.

–Es un retrato de la adolescencia, 15, 16 años, vivida en un lugar que no tiene literatura, que es la periferia de una gran ciudad, en este caso Zaragoza, una ciudad del interior, un poco anodina. En ese tiempo muy deprimida, económicamente. Estaba viviendo una crisis que todo el mundo ha olvidado, pero que azotó España en 1993. Y que provocó una reconversión industrial muy profunda. La mayoría de las fábricas cerraron. La economía española se transformó a costa de cientos y miles de familias de las periferias. Y mi adolescencia transcurre en uno de esos barrios. Y me interesa mucho retratar ese mundo, Y la novela retrata ese mundo porque era el mío y del personaje. Y lo retrato desde mi punto de vista. Recojo varias cuestiones que a mí me parece que no están muy exploradas en la literatura española y es el universo cultural a finales de los años 90 en España, que tiene que ver con la música rock, con el heavy metal y un montón de referentes culturales que creo que están muy ausentes en la literatura española. Y tiene que ver con la fascinación que generaba la violencia terrorista de ETA en una parte de la izquierda más radical de España, que se nutría en esas ciudades. Y mí me parecía importante como banalizábamos la violencia y cómo teníamos una relación muy extraña con ella. Y eso he intentado que estuviera presente en el libro.

–Finalmente, ¿cómo definiste la estructura de la novela?

–Lo que tenía claro eran los dos planos temporales que se van cruzando. Y que la estructura se va dibujando en el cruce de los dos planos, el presente y el pasado. Esa alternancia sí la cuido mucho. Hago una estructura como la de un guion de una película, con papelitos de colores en la pared. Pero a partir de allí busco que la escritura me sorprenda y me lleve a otros sitios y me altere ese mapa inicial que para mí es una guía que en algún momento tengo que romper.

sergio del molino en lima, en el hotel los delfines. foto: cms.