Desde su primer libro, Fotografías escritas (Premio de poesía Dedo Crítco 2002), Cecilia Podestá aparece en la escena literaria nacional como una poeta de gran talento. Sus libros posteriores –a los que se suman un par de conjuntos de cuentos y una obra de teatro– han ido confirmando y afiatando su particular voz. Cecilia acaba de reeditar Muro de carne (Máquina purísima, 2019), poemario que apareció originalmente como una plaqueta en el 2007. Sobre esta nueva edición, pero también sobre su gran trabajo como editora al mando del sello Máquina purísima (hermosas ediciones y un catálogo de lujo), conversamos hace unos días. 

Entrevista CARLOS M. SOTOMAYOR

–¿Cómo surge tu interés por editar libros?

–Estuve muy cerca de la edición de mi primer libro y simplemente me enamoré de esas máquinas y de lo que podían hacer. Su ruido al trabajar le daban un ritmo a mis veinte años que eran locos, desesperados, agresivos y muy temerosos a pesar de que cubrían ese miedo con toda clase de personajes. Carlos García Miranda me mostró la imprenta y yo me interné en el centro de Lima porque no podía vivir sin ese ruido. El ruido de cuando las maquinas están imprimiendo. Durante ese ruido ocurrían cosas, me pasaban cosas a mí también. Supongo que iba creciendo y dándome cuenta que nunca sabría hacer otra cosa que libros porque estaban cerca de lo único que no habría de dejar que es escribir. Intenté ser actriz, fotógrafa, pintora, cantante, directora de teatro, bióloga, tanatopraxista, periodista, esposa y quizá algunas cosas más. Nunca me quedo mucho tiempo en ningún sitio. Mi lugar lo llevo en la espalda y son el lenguaje, mi relación necia con él y los libros.

–Con Máquina purísima aparecen libros que además del contenido son pequeñas joyas, libros objetos. ¿Cómo nace esta propuesta?

–Al principio era simplemente por presupuesto. Hacer algunos acabados a mano me ahorraba la plata que no tenía para pagar la imprenta. Pero después terminaba teniendo una extraña relación con el libro por haberlo trabajado a mano y se hacía muy fuerte. Y quería lo mismo de los libros que vinieran. Muchas de las ediciones son en realidad una lectura muy rigurosa entre mi cuerpo, el libro y el objeto. Me interesa mucho esa relación. Se queda conmigo para siempre. Me cambia. Gracias por lo de pequeñas joyas. Me gusta que gusten. A mí, en cambio, en mi taller, me van quitando las cosas que no necesito y a veces me muestran objetos que no me gustan, y hago ediciones privadas que no me gustan para nada, pero que son espejos también de mi relación con los libros, a veces trunca, frustrante y otras como una oración.

–En varios títulos apuestas por ediciones que presentan la caligrafía de los poetas. ¿Cómo surge la idea? ¿Cómo lo tomaron ellos?

–Tiene que ver con lenguaje y biología. La escritura es el último registro entre una persona y su lenguaje. Es el rastro vivo. Algunos poemarios los escribo completamente a mano antes de editarlos y es increíble cómo se puede seguir el proceso creativo de sus autores cuando los pasas por tu cuerpo, cómo tu mano reacciona al volver sobre una misma palabra que el autor reescribe y ves cómo se mueve sin que te des cuenta porque corporalmente reconoce el lenguaje del otro. Para mí eso era fascinante y por eso le pedí a algunos autores recoger su caligrafía. Era como pedirles sus huesos. Y me los dieron. Son parte de los míos también. Están en mi taller, en las ediciones, en mi vida también.


–Hace poco reeditaste Muro de carne, que apareció en el 2007, como una plaquett. ¿Qué significa para ti esta reedición, teniendo en cuenta que es un libro muy personal?

–Es la misma plaqueta de hace doce años que publiqué de manera muy tímida. Quise darle el formato de libro porque termina siendo un testimonio de identidad. El libro no es el texto, sino la historia de un apellido que no se cuenta, que nunca quiero terminar de contar. Después de ser legalmente Cecilia Podestá, que era antes solo un seudónimo o una protesta contra mi padre ya que había suprimido el apellido paterno, me sentí parte de este lado de las cosas. Existía. Legalmente y no solo eso, sino que podía retirar de mi cuerpo el signo que me hacía una persona igual a él. Claro, todo es muy simbólico, pero siempre funcionó así. Cuando me llamaban por mi nombre completo en clases o en cualquier situación, sentía un pálpito, vergüenza quizá, vergüenza de tener la certeza de que yo era una persona violenta y después era solo temor o la duda de si podría dejar de serlo o de si podría controlar lo que quedaba de él en mí. Yo no odio a mi padre. El cree que sí. Solo decidí que no podía tener una relación con él. No podría siquiera imaginarme riendo con él ahora. Porque hay amor. Somos padre e hija, pero somos violentos, tanto como las bestias que no pueden controlar su sangre y van detrás de algo, o alguien. Estoy en paz, de alguna manera. Cuando me saqué el apellido lo llamé y se lo dije. Hubo cierta formalidad, fue una conversación calmada. Además, quería que lo sepa por mí. Pero había algo que se restregaba contra mí. La paz no fue inmediata. Dejar de ser su hija legalmente solo fue el inicio. Mis abuelos maternos me adoptaron y pase a ser hermana de mi madre y solo una extraña para mi padre. Éramos como dos extraños con un pasado atroz. Una vez nos cruzamos en la calle y no lo saludé. Hace meses lo llamé y le dije que lamentaba la escena. No quiero cargar ninguna clase de rabia. Me mata, casi literalmente. Tengo pesadillas en las que llevo puesto el camisón de mi madre, su camisón de hace más de treinta años y me desespero y me golpeo para despertar. Odio los camisones. Odiaba sus camisones porque no cubrían bien los golpes. La relación con mi madre en cambio es extraña, muy difícil. La relación con mi padre terminó, con mi madre hay muchas cosas que arreglar y recuperar. Quisiera verla sin su eterno camisón de dormir, sobreviviendo a las mañanas horrorosas de Ayacucho. Creo que nunca se lo ha querido sacar.

–Me contabas que estás por publicar un nuevo libro de poemas. ¿Qué nos puedes adelantar sobre él?

–Impuras. No sabría decir bien si son retratos o monólogos de mujeres que han cometido lo peor bajo sus propias pasiones. A diferencia de Muro de carne, este sí es un libro para mí por los textos, no por lo que significa personalmente. De hecho, ahora que lo pienso, Impuras no significa mucho como vínculo, pero lo es todo con respecto a mis procesos. Lo he trabajado mucho tiempo. Todo es ficción. Todas estas mujeres cuentan cosas realmente desgraciadas y son desgraciadas por sus actos y por la vida y las pasiones que no pudieron atacar. Está dividido por sus nombres y son creo que una banda perversa. Está la mujer que mata a su marido, la que lleva el cuerpo del amante por el bosque, la que comete incesto, la que… Y así todas, impuras por haber pecado contra ellas mismas. Son poemas, pero cada mujer es narrada al principio por un personaje de sus propias historias, estos textos son microrelatos y ya terminando el libro están las Geovebas, que no sabía al principio si incluir o no en el libro porque es también una obra de teatro en verso. Son los cantos de dos mujeres que se queman en el infierno, madre e hija, asesinas y torturadoras de sus hijos. La verdad es que es un libro horroroso. Quiero sacarlo porque no podemos vernos más. Es decir, una vez publicado no va a estar conmigo cambiando siempre, conviviendo mientras lo sigo corrigiendo. Ahora estoy escribiendo otras cosas con mucha más pausa, sin rabia, con mucha distancia. A veces leo algo que estoy corrigiendo y me sorprendo de lo distinto que es a Impuras. Por lo demás lo mejor que me ha pasado en la vida y esto alcanza a mis textos, es haber perdido prisa, a pesar de la muerte y a pesar de la vida. Ya no tengo prisa por nada, excepto porque estas mujeres desaparezcan de mi computadora.